El domingo me levanté y no fui a comprar el periódico. No había tiempo que perder con noticias desfasadas gracias a mi adicción a la des/información inmediata a través de Internet. Había que preparar la comida para una larga jornada electoral con la familia, rebuscar entre los cajones los sobres amarillentos, y finjir, sin prestarle demasiado atención a la calidad de la actuación, una falsa ilusión heredada de las pasadas elecciones generales. Había un regusto a conformismo sazonado con el sosiego que da el deber cumplido en la forma en la que mis papeletas se deslizaron por la ranura de las urnas. El almuerzo y la tarde transcurrieron como un simple trámite insalvable hasta que el reloj marcase las ocho, cuando las mayorías de las televisiones seguirían con su programación habitual y sólo unas cuantas nos deleitasen con las previsiones. Los análisis repetitivos conformaban la fiesta de la democracia. Pero poco después empezaron a llegar los resultados, y la fingida compostura de interés empezó a vestirse de apatía. No todo seguía igual, pero, salvo honrosas excepciones, nada iba a cambiar. Cambios de color localizados mientras el statu quo reina sobre el mapa español. Pero, ¿si los resultados respondían a mis insulsas previsiones, por qué este desasosiego? ¿Acaso será el miedo a quedar desenganchada de una más de las convicciones, de uno más de mis pilares como ciudadana y persona? ¿Por qué la pérdida de ilusión?
Pero mientras, Josefina descansaba tranquila y sonriente en un sillón de piel desgastado. Su única compañía era la televisión. Los resultados le recordaban tiempos pasados y difíciles. Pero, con los años, había aprendido que la vida son ciclos y los deja vu dejan de confundirse con sueños para asumirse como parte de la pesada carga que va corvando la espalda. A su edad, ya no se planteaba dudas de si establecer similitudes respondía a rencores pasados. Los discursos eran demasiado parecidos para que le jugase una mala pasada su memoria de vieja, precisamente porque lo que mejor recordaba eran los tiempos pasados. Aquellos tiempos y el día que volvió a Gijón después de un largo exilio en Francia.
Josefina miraba el televisor y sonreía. En un balcón de Madrid, Esperanza Aguirre botaba sobre un manto de banderas, mientras Mariano Rajoy y Alberto-Ruiz Gallardón extrapolaban el triunfo en la capital a todo el país. Mientras, Josefina sonreía porque en la estampa reconocía su propio triunfo. Porque su voto tenía el mismo valor que el de cualquiera de estos tres dirigentes del partido de la oposición, porque su voto contrariaba a los que llamaban a la cordura, porque su voto había sido tildado como proetarra por un ex presidente del gobierno, porque su voto refrendaba a un "Presidente por accidente", porque su voto desobedecía a la Conferencia Episcopal... Porque su voto, el de una pobre anciana, valía lo mismo que el de cualquier ciudadano español, rico o pobre, poderoso o marginal, de derechas o izquierdas. Y eso sí era toda una revolución y todo un triunfo sobre aquellos que juegan a la democracia cuando están en el gobierno y a la crispación cuando no son ellos los elegidos en democracia.
Por ello, recupero la ilusión, las ganas de ejercer mi libertad, mis deberes como ciudadano. Pero, algunos, tildarán al resorte, al tirón de orejas que representa Josefina, de demagogia, de despechos del pasado, de asuntos desfasados como las noticias de hace dos horas. Y sin embargo, lo cierto es que Josefina representa memoria, libertad y justicia.
miércoles, 30 de mayo de 2007
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